He perdido la noción del tiempo, las ganas de comer arroz a la cubana y la capacidad de sentarme a escribir. Tal vez sea culpa de este portátil, que siempre se apaga cuando estoy haciendo algo importante. Es como esas personas que nunca están cuando las necesitas. Esas que tanto te cuesta echar a patadas de tu vida.
Te iba a pedir que volvieras, que me preguntaras qué tal me había ido en el partido de fútbol, si me saqué la carrera y si he conseguido quitarme el complejo de la sonrisa. No, qué va. No creo que lo consiga. Sigo acariciándome la ceja por vergüenza cada vez que alguien me mira por la calle.
Y mira que ya apenas paso por aquí. Que quizá dentro de poco ni siquiera pueda releer textos viejos. Que el amor se va, que el cariño no basta y que algunos juramentos de sangre son más fuertes que nuestros lazos. Los de sangre, digo. De los otros no sé si quedan. Si cada vez que llega el fin de semana pienso en comerme una hamburguesa. Si cada vez que veo series de polis, recuerdo lo miserable que puede llegar a ser una persona.
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