martes, 25 de noviembre de 2014

Entre bailes y vinos

Y una noche llegamos a aquel pequeño restaurante, si es que acaso se le puede llamar así. Y pedimos vino, y bebimos. Dos copas, tres, cuatro. Y me preguntó que cómo estaba. Le contesté que bien, pero que le había echado de menos. A él y a todas las cosas que habíamos dejado de hacer antes de aquella cita. No sé. Que había dejado de reír como antes, de escribir como antes, de sentir como antes, de vivir. Como antes. Como antes solíamos ir a cenar y a reír. Y a bailar. Y sentíamos. Pero que bien, dejando a un lado eso.

Que creía que nos habíamos hecho mayores. De golpe. Habíamos pedido vino. Para cenar. Vino. Y sin embargo, todo había vuelto a ser como antes. Habíamos sonreído, quedado en un parque, andado hasta aquel restaurante y visto un partido de fútbol juntos. Fútbol. El que tan poco le importaba y que tanto hizo por nosotros. Blanco, azul. Veinticuatro veces blanquiazul. Veinticuatro veces mejor que el día en que le conocí, tres chupitos más que la noche en que empezamos a bailar, un periódico más para nuestra colección.

Y giramos. Giramos como nunca. Y nos despedimos como siempre.

lunes, 17 de noviembre de 2014

Desmontable

La lluvia sonaba como las agujas del reloj que nunca llegó a pararse, siempre en funcionamiento, con ese maldito ruido que indicaba el momento en el que pasaba una hora más. Él seguía sin llegar y ella continuaba sin entender por qué cada vez volvía a casa más tarde. Hasta que llegó un día en que no lo escuchó entrar. Y por la mañana no le dio tiempo a verlo, pero cómo iba ella a pensar que él no había dormido en casa. No. Imposible. Él no era de esos. Él mismo lo dijo. No hablaba con ella, pero le escuchó. Y le creyó.

Sin embargo, la mayoría de las veces, nada es como crees. Él no había dormido en casa, ni avisaba de por qué no llegaba, ella espiaba conversaciones que no llegaba a entender y se iba a dormir con la esperanza de que nada cambiase. Pero hay presentes que nunca llegan a ser futuros y futuros que sólo son presentes.

Le dijeron que era lo mejor, aunque había dos caras que no se creían el mensaje. Ella escuchó, asintió e hizo sólo una pregunta. La vida, dijo él. La puta vida. Le puede pasar a cualquiera. A cualquiera, por supuesto que sí. Romper tres corazones de una tacada e irse a dormir. Ni siquiera pudo decirle adiós, porque nunca supo en qué momento se había empezado a ir.