Y una noche llegamos a aquel pequeño restaurante, si es que acaso se le puede llamar así. Y pedimos vino, y bebimos. Dos copas, tres, cuatro. Y me preguntó que cómo estaba. Le contesté que bien, pero que le había echado de menos. A él y a todas las cosas que habíamos dejado de hacer antes de aquella cita. No sé. Que había dejado de reír como antes, de escribir como antes, de sentir como antes, de vivir. Como antes. Como antes solíamos ir a cenar y a reír. Y a bailar. Y sentíamos. Pero que bien, dejando a un lado eso.
Que creía que nos habíamos hecho mayores. De golpe. Habíamos pedido vino. Para cenar. Vino. Y sin embargo, todo había vuelto a ser como antes. Habíamos sonreído, quedado en un parque, andado hasta aquel restaurante y visto un partido de fútbol juntos. Fútbol. El que tan poco le importaba y que tanto hizo por nosotros. Blanco, azul. Veinticuatro veces blanquiazul. Veinticuatro veces mejor que el día en que le conocí, tres chupitos más que la noche en que empezamos a bailar, un periódico más para nuestra colección.
Y giramos. Giramos como nunca. Y nos despedimos como siempre.
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