Después de un buen rato de autobús, saltar unas cuantas vallas, y andar bastante, llegas. Inmenso, precioso, aterrador al mirar hacia abajo, el verde y el azul fundidos en un marco maravilloso. Una sensación espectacular al respirar allí arriba, donde no hay nadie que te moleste ni nada que te preocupe.
Sería el escenario perfecto para pensar, pero una vez que estás allí te olvidas de todo. Te pierdes en lo bonito de la imagen, te sientas un rato en el borde, tan al borde que, a veces, llegas a imaginar que te caes por ese inmenso precipicio. Sin embargo, sólo asi lo disfrutas del todo. No puedes levantarte, estás pegado al suelo.
Y justo en el momento de más tranquilidad, aparece en tu mente la persona con la que te habría gustado compartir esa experiencia, con la que te habría gustado estar sentada en ese mismo borde y respirando esa misma tranquilidad. Sonríes, está todo dicho.
La vuelta sigue siendo tan especial como la ida, y sigues andando y observándolo todo con la certeza de que probablemente no vuelvas a ir allí nunca más. Y esa es la pena con la que te vas.
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