Otra vez había vuelto a pasar demasiado tiempo. Y ni siquiera se había dado cuenta. Treinta y siete días son muchos días. Muchísimos. Quería decirle que todo estaba bien, que no había de qué preocuparse y que poco a poco estaba aprendiendo a perdonar. Porque no, en todos estos años, nunca lo había hecho. El corazón tiene estas cosas. Odiar era una mierda. Dejó de hacerlo. Estaba dispuesta a todo. Hacía dos años que se había dado cuenta de que lo difícil no es decir te quiero, sino pronunciar las palabras que afirmaban que ya no existía tal sentimiento.
De él nunca pudo decir lo mismo, hay personas a las que no dejas de querer nunca. Se defendía diciendo que lo hacía de forma inconsciente, que era algo que todos llevábamos dentro. Como cualquier madre incapaz de reconocer que fue su hijo el que comenzó la pelea, como el agua del mar cuyo único fin es llegar a la orilla. El amor. El amor tiene esas cosas, dicen. Que viene, que va, que te pone el estómago del revés y que te destroza cuando menos te lo esperas. Y ahí está, sentada en el mismo descansillo en el que solían besarse, esperando a que algún día vuelva a bajar por ese bonito ascensor, con un balón en la mano, y le diga si hoy le apetece jugar un rato.
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