Como vivían en el mismo edificio la llegada a casa era otra competición. Esta vez por pulsar el botón del ascensor. Él siempre recordaba el día en que ella tropezó en el descansillo y se partió el labio. Sangraba muchísimo. Así que corría, pero con precaución. Ganaba él. Ella nunca corría lo suficiente, el recuerdo del daño dura demasiado.
Él y su padre se bajaban en el segundo, mientras que ella y su madre continuaban en el ascensor hasta el cuarto piso. Todos los días, al salir del ascensor, él preguntaba: "¿Bajas luego?". Ella nunca contestaba. No recordaba cuando empezaron a bajar juntos a la calle, pero si lo hacían cada día por qué demonios preguntaba.
Chándal y zapatillas. Ambos. Ella siempre se cambiaba esa odiosa falda y él los zapatos que le dañaban los pies. Iban al puente a escupir a los coches, saltaban la valla del colegio para jugar al fútbol en la pista, construían cabañas, iban juntos a llamar al resto y un ratito antes de que llegase la hora de volver a casa pasaban por el quiosco, compraban unas golosinas y se las tomaban en el portal de su piso.
Allí esperaban a que se apagara la luz y se besaban. En la boca. Sin maldad. Con cariño. El mismo con el que se daban la mano en clase cuando les ponían alguna película. Todo era perfecto. Por fin un momento sin competir.
Cuando les obligaron a ser mayores todo acabó. Entonces ella ya no bajaba a la calle en chándal y él no la esperaba en el portal. El juego había terminado.
Cuando les obligaron a ser mayores todo acabó. Entonces ella ya no bajaba a la calle en chándal y él no la esperaba en el portal. El juego había terminado.