Con las manos agrietadas, la piel blanca y los labios cortados. Así aparecí en aquel maravilloso lugar. Y en ese momento, en el que ya no era capaz ni de recordar la fecha de nuestra última cena juntos, el viento comenzaba a soplar más fuerte que en los meses anteriores.
Es difícil verse en la nada. Tan abajo que ni siquiera parece llegar aire puro. E intentas respirar, pero te sigue faltando oxígeno. La ansiedad te cierra el estómago y las ojeras se convierten en tu seña de identidad. Y sin embargo, acaba dando igual, porque siempre hay personas dispuestas a hacernos sonreír.
Solo tienes que sentarte en el parque y mirar. De verdad. Los niños siguen saltando en los charcos y haciendo la croqueta en el césped. Pasaba antes y pasa después. No van a dejar de hacerlo simplemente porque ya no esté.
Porque ya no está y porque ya no es para tanto. No es amor, es cariño. No es echar de menos, es acordarse de alguien. No son sus labios los que sientes al cerrar los ojos, es su sabor mezclado con el de otros que ayudaron a aliviar el dolor.
En el sitio del que te hablo seguía siendo invierno, pero había dejado de llover. Los chicos se ofrecían a pintarte las uñas y la cerveza, aparte de ser una bebida, alimentaba. Había algo de historia en sus paredes, ciervos en sus parques y focas en sus playas. En el horizonte se mezclaban el verde de sus bosques, el blanco de su niebla y un extraño color naranja que aparecía en el mar.
Tampoco allí conseguí cumplir mi promesa. Pasé páginas, pero no me terminé el libro. Supongo que ya sé cuál es el final y que, por una vez, me va a gustar eso de dejar algo sin acabar.
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