Hoy he visto una de esas cosas que remueven por dentro, no de rabia, de ternura. Por un lado, cabello rizado, totalmente blanco de años, de sabiduría. En esa edad en el que el cuerpo deja de crecer y empieza a menguar. En el que los pasos que se dan vuelven a ser como los que se dan cuando tienes apenas dos años: cortos, buscando el equilibrio, aguantando tu cuerpo, esforzándote por hacerlo.
En el otro, pelo moreno, rostro jovial, conservando esos rizos que se heredan de generación en generación. En esa etapa de la vida en la que todo es disfrutar y en la que en lo menos que piensas es en pasar tiempo con los que verdaderamente te quieren, con los que no te van a fallar nunca, con tu familia.
Me ha conmovido ver como le peinaba los cabellos, como seguramente haría ella cuando la joven apenas era una niña. Como le acariciaba la cara, como parecía animarla a seguir viviendo. Como le demostraba todo su cariño, todo su amor. Y me ha conmovido, sobre todo, por ver que en esta sociedad todavía hay jóvenes que cuidan y se molestan en ir a ver a aquellas personas que más les mimaban cuando eran críos, cuando apenas podíamos andar, cuando nos iniciábamos en esto de la vida.
Chocaban dos generaciones, la que se encuentra en la mejor época de su vida y la que está llegando al final de ella.
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