Llegó con la fuerza de siempre. Con la del treinta y uno, pero más intensa que nunca. De forma breve pero de muchas formas, así llegó. La de mis primeras Navidades sin ella, la del mensaje de felicitación que nunca llegó, la del que sí lo hizo pero decepcionó, la de cada vez que abría la puerta y no estaba, la de la falta de sorpresas, la del amor que se acabó, la de la indiferencia, la de acordarme de ti sin echarte de menos, la de la verdadera despedida, la de bajar cinco pisos de escaleras, la de mi vida sin ti, la de mi me contigo, la de los últimos versos que te escribo, la de plagiar a Sabina.
Si quieres todavía llego a tiempo de poner la mesa, tu solo tienes que encargarte de preparar la ensalada. Pongo el vino. Tú las ganas. Dime que sí. Que fallamos, pero en el fondo hemos acertado. Lo sé, lo sabemos. Solo tienes que contar hasta diez. ¿Lo ves? Ya se te han pasado las ganas de hablarme.
Esto son solo nervios, ya sabes. Los de las idas y venidas, los de las esperas en los aeropuertos, los de quedar con alguien, los de subir las escaleras corriendo para matar el gusanillo, los de las caricias en la parte de atrás del coche, los de volver a ver a otro alguien, los del primer beso, los del último, los de no reconocer unos labios, los del miedo a olvidarte, los de las miradas intensas, los que hacen que el tiempo se pase volando, los de aguantarme la sonrisa, los de las entrevistas de trabajo, los de no querer irme nunca y los de no poder callarme que me hubiera gustado quedarme para siempre.
Se nos ha hecho tarde, sí, como decía ese texto. El vino está picado, los canónigos de color marrón y se te ha vuelto a olvidar comprar el queso de cabra. Sabía que lo hacías adrede. No importa. Ya van dos. La bombilla sigue rota, el cielo ha vuelto a ser azul y hace tiempo que aprendí a perdonar. Me quedé los libros de francés, tú quédate el pijama que perdí.