lunes, 8 de julio de 2013

Solo era un juego.

Como cada viernes, al despertar, salía corriendo de su habitación, bajaba a los buzones de su portal y cogía su ansiada carta. Tan esperada como cada semana, tan nerviosa como cuando ella le escribía la respuesta. Un sobre blanco e impoluto, con los datos de la joven, los del remitente y un sello.

Mientras subía las escaleras de vuelta a su hogar, abría el sobre. Lo rompía, para qué mentir. Siempre había sido paciente, pero esto la sobresaltaba como ninguna otra cosa. Repasaba su semana contada en sus letras, con fe ciega en ellas, sobre todo en las últimas: Te quiero.

Hacía años que no se veían, ni siquiera habían llegado a besarse. Cuando él se fue apenas tenían once años, les encantaba jugar juntos, darse la mano en clase mientras veían alguna película y pasear juntos por la urbanización. Eso era todo. Y así tenía que quedar.

Ya tenían quince años, pero jamás se comunicaron por otro medio que no fueran las cartas. Así fue que un día dejaron de llegar. La decepción fue inmensa. Para él también, de hecho, no recuerdan quien dejó de escribir primero, pero lo hicieron. Nunca más se leyeron. Ni se vieron. Tampoco volverían a jugar, desde luego. Les quedó el recuerdo, el mejor de todos. Era amistad. Amistad durante la niñez. Amistad de la de verdad.

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