Después dejé de contar los días que quedaban para verte e intenté que fueras tú el que lo hiciese. Al ver que tampoco lo hacías, ni siquiera me enfadé. Cuando gritabas, no te oía. Y cuando te enfadabas, yo ya no lloraba. Dejé de preparar lentejas y, con ellas, se acabaron las sorpresas.
Ya no anotaba los sitios a los que iba en la lista de lugares que visitaría contigo. Y tampoco me enfadaba si no venías a verme antes de comer. Se acabaron los aperitivos y nos sacábamos defectos. Cuando volvía a Madrid, no se me encogía el estómago. Y cuando llegaba el intermedio de cualquier serie, ya no nos llamábamos.
Todo parecía haberme dejado de importar, ni siquiera eso me importaba. Pero luego me dio por pensar. Y si no me importaba que todo hubiera dejado de importarme es que algo fallaba. Fallaba yo. No había nervios ni llanto. Me había secado.
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