Tantos y tan pocos. A algunos les da miedo ver una piel llena de lunares. Y no parecen demasiados, pero si te pones a contarlos es imposible acabar. Siempre hay uno más. El que fumaba en la ventana mientras yo me metía en su cama, el de la barba descuidada, al que me gustaba mirar, el que tenía novia, el que me habló al oído por primera vez, el que por primera vez me escuchó y al que me gustaba escuchar tocar.
Todos tienen hueco, solo hay que seguir la línea de puntos. Está también el último del que me acordé, o el que se quitó la camiseta en medio del cine, el que llevaba rastas, el que se las cortó, el que sorprendía con algún mensaje de texto, el que me rechazó, el que escribió su particular despedida en un folio en blanco, el que se fue sin decir adiós, el que simplemente desapareció e incluso el que nunca existió.
No dejan de salir y siempre hay hueco para uno más. Subiendo por las piernas está el que me hacía reír pero no me gustaba, el que me rechazó porque éramos amigos, el que de vez en cuando me recuerda lo divertidos que fueron los diecinueve años, el que me llevó a la azotea más bonita de la ciudad, por el que me fui al rincón más horroroso del pueblo y el que un día me dijo que sí, pero finalmente fue que no.
Tan solo baja por la espalda y olvídate de los brazos. Faltaba el que tenía pánico a los aviones, el de aquel entretenido viaje en autobús, con el que me daba la mano mientras veíamos un documental en clase, el del nunca había tenido tantas ganas de besar a alguien, el que no se las aguantó, el que pasó sin llamar, el que se quedó a dormir pero no está, el que sigue doliendo y el que me mintió. Y da igual porque yo tampoco estoy diciendo la verdad.
Eso sí, también estás tú, una noche de verano dispuesto a llegar hasta el final. Pero no, qué va, todavía no ha llegado el que los sea capaz de volver a contar y yo ya no sé si siguen siendo noventa y nueve.
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