No
recurriré a la metáfora del tren, pero tampoco seré muy original, así que
hablaré de autobuses. Después de muchos años buscándolo, conseguiste que un
autobús, en concreto, tu favorito, aparcase en tu estación. Estabas deseando
que lo hiciera. Y si a eso, le sumas la novedad, pues los primeros meses los
pasaste cuidándolo, lavándolo, conduciéndolo cada vez que podías. Resumiendo,
era tu autobús y pasar las horas muertas a su lado, te encantaba.
Sin
embargo, el efecto novedad llegó a su fin y los días que pasabas en la
estación, con tu autobús, eran cada vez menos. Ya no te importaba dejar tu
visita para las nueve de la noche, ni siquiera adelantabas la cita con los
demás para poder estar más tiempo con él. Lo normal es que el autobús se haya
ido estropeando poco a poco, hasta que llega un momento en el que, por mucho
que lo intentes limpiar, las manchas de óxido no se quitan.
No puedo
decir que se te vaya a escapar el tren, porque hablo de autobuses. Pero, a lo
mejor, cuando vayas a volver a conducir tu querido autobús, porque lo quieres,
ni siquiera arranque. Por supuesto, que si no te lo roban, quizás nunca se vaya
de tu estación. Pero, ¿te conformarías con un autobús que no puedes conducir?
Estará demasiado degradado como para poder sacar lo mejor de él.
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