Y es que entran de forma especialmente fuerte por ahí, por la nariz. Por eso lavé toda la ropa que me devolvió, por eso tiemblo cada vez que huelo una colonia parecida a la suya e incluso quizá, por eso, no he vuelto a comprar ese desodorante tan jodidamente bueno.
No pude evitar pasar hasta el fondo, tumbarme en la cama y oler las almohadas. ¿Ves? Tampoco es para tanto. Lo de después ya es otra historia. Claro que llevo esa fragancia tan tuya clavada en las sienes, claro que se me revolvieron las tripas al volver a tu casa, claro que tuve que salir corriendo para no sentir cómo me rompía por dentro. Y claro que lo sentí.
Sentí el olor de la lasaña de los fines de semana, el de las Lays Vinagretas en el aperitivo de los domingos, el de habitación cerrada con la persiana subida, el de los pañuelos usados en el escritorio, el de las zapatillas en la ventana, el del caramelo en las cenas de Navidad, el de recién salido de la ducha, el del beso de despedida por las mañanas, el de tus labios, el de tus pestañas, el de tu nariz, pero sobre todo el de tu barba.
La que se me quedó clavada aquel día en uno de mis brazos, la que me hizo preguntarme cómo iba a hacerlo el día que tuviera que sacarte de mí, que dejarnos atrás, que aprender a vivir sin ti. La que me dejaba la cara y el pecho irritados, la que tantas veces te decía que te quitaras, la que me enseñó que no hay nada lo suficientemente clavado en la piel que no se pueda sacar con unas buenas pinzas.